La llegada a los estudios superiores y su valor

Por EQUIPO AICTS / 15 de noviembre de 2021

El País publicó hace unas semanas un interesante y amplio artículo sobre cómo el acceso a los estudios superiores ya no suponía un mecanismo de ascensor social. Este hace tiempo que quedó averiado, en el sentido de que lo que sucedió durante las décadas de creación y consolidación del Estado de Bienestar en España. En ese periodo, llegaron a la universidad numerosas personas procedentes de clases trabajadoras y medias para las que, hasta entonces, alcanzar los estudios superiores era prácticamente una utopía. Este proceso se vio fortalecido por la ampliación de la oferta universitaria, también a través de la creación de universidades, y al sistema de becas. De esta forma, se producía una consolidación de las clases medias y esa movilidad social se veía reforzada. Sin embargo, con la crisis de 2008 este sistema se quiebra, aunque las bases de este escenario estaban ya presentes años antes. 

El artículo de El País recogía datos de un estudio de Cáritas y la Fundación FOESSA que mostraba cómo, de 2018 a 2021, la exclusión social para graduados universitarios había pasado del 6,9% al 15,3%, afectando a más de un millón de personas. El artículo se complementaba con testimonios de personas en esa situación. Esa quiebra del modelo en el que, a mayor nivel de estudios, se garantizaba dicha movilidad social y no encontrarse en situaciones de exclusión social supone un grave impacto para la cohesión social y para el valor de los estudios superiores. De esta forma, se produce por parte de diferentes agentes, de forma interesada, un cuestionamiento del valor de la universidad. En España, han sido frecuentes los mensajes acerca de que muchas personas acceden a la universidad, de que sobran centros, o de que se estudian carreras que, posteriormente, no tienen salida en el mercado laboral. Ahondar en este tipo de mensajes está caracterizado por una visión elitista de la educación y de la estructura social. Cuantas más personas alcancen un mayor nivel de formación, mejor, y eso no quiere decir que estemos de acuerdo en todos los sentidos con las teorías del capital humano, que también han mostrado importantes limitaciones. Numerosos centros universitarios de nuestro país cumplen funciones sociales tan importantes como acercar esos estudios a colectivos que, de otra forma, no podrían permitirse ni los costes directos ni los indirectos que supone estudiar en la universidad. Finalmente, se lanzan mensajes contradictorios porque, en primer lugar, decimos a las personas que estudien su vocación, que se formen en lo que les gusta pero, posteriormente, se les culpabiliza de haber elegido "mal" su formación. Este hecho genera una gran disonancia y señala al individuo y no a un sistema que es el que no cuenta con un modelo que facilite el aprovechamiento, con todas las letras, de una formación que está ahí. De esta forma, las visiones críticas y parciales se lanzan a señalar la sobrecualificación de numerosos trabajadores y trabajadoras, que estarían desempeñando un trabajo que no precisaría la formación universitaria. De nuevo, ¿de quién es la culpa?, ¿de la persona que se ha formado, que ha hecho el esfuerzo, o de un sistema que no facilita poner en valor dicha formación?

El hecho de que aumente el número de graduados en situación de vulnerabilidad es un reflejo de esos cambios en el mercado de trabajo y en la estructura social que se han producido en las dos últimas décadas. Un escenario que ha precarizado los empleos, especialmente para los más jóvenes, y en el que el contar con un nivel de estudios superior no va a garantizar para muchas personas, porque para otros colectivos sí en función del origen socioeconómico, el contar con un mejor empleo. Es decir, la precarización también llega a estos ámbitos pero no solo porque incide en las situaciones señaladas anteriormente sino porque, también para trabajos cualificados, la precarización es una realidad. Y, si no, solo hay que acercarse a ver cómo viven numerosas personas en las grandes ciudades desarrollando trabajos cualificados pero con unas condiciones de vida que pasan por compartir piso hasta edades que antes sería imposible, o precisar del apoyo familiar, siempre que pueda darse. Es decir, no es cuestión de contar con estudios superiores, sino que es algo estructural. Además, aunque se deslegitimen y se cuestionen a los mismos, todos los indicadores establecen una correlación entre contar con ellos y tener menos posibilidades de entrar en situaciones de riesgo de exclusión social. Es una realidad aunque las cifras que hemos comentado muestren también una mayor complejidad en esta situación.

Hace unas semanas, integrantes de AICTS presentaron un estudio realizado a finales de 2020 sobre las condiciones de vida, valores, etc., de los estudiantes de la Universidad de La Rioja. Dicho estudio, financiado por el Gobierno de La Rioja, se basó en una encuesta presencial con 2.200 alumnos y alumnas de esta entidad pública, la mayor parte de Grado debido a que coincidió en uno de los momentos más significativos de la pandemia covid-19, por lo que estudiantes de Máster estaban online. Esta encuesta recogió numerosos indicadores sobre este colectivo. Un 88,2% tenía presente que iban a alcanzar la Universidad, lo que muestra que esta trayectoria ya estaba interiorizada, así como primaban valores más expresivos que instrumentales en la elección de sus estudios. El 69,8% de los encuestados indicó que creían que contar con esta formación les permitiría una mejor salida profesional y laboral. Sin embargo, aparecieron cuestiones relacionadas con el origen socioeconómico como un valor a tener en cuenta para acceder tanto a la universidad como al mercado laboral. Había un reconocimiento de que no todo el mundo podía llegar a los estudios superiores por dicho motivo, aunque era menos determinante en el mercado laboral. Se produce de esta forma esa situación que venimos describiendo. Hay un peso importante de los orígenes socioeconómicos y una estructura social desigual que marca en buena parte las trayectorias. Pero, de la misma forma, hay un reconocimiento del valor de los estudios superiores, clave para alcanzar mejores empleos.

Es un escenario, como decíamos, complejo, en el que entran numerosas variables, no solamente en sí mismo el valor de los estudios superiores sino el peso de la estructura social, de los orígenes socioeconómicos, así como las condiciones del mercado de trabajo. Que el ascensor social y la meritocracia no funcionan, es un hecho reconocido. Que minusvalorar o denigrar los estudios superiores, y el conjunto de la formación, también está presente desde diferentes ámbitos, también. Que estos mensajes son muy peligrosos, no cabe duda. Lo que está claro es que se precisa seguir trabajando en una inclusión, igualdad y equidad que permita una mejor inserción social y laboral, especialmente de aquellos colectivos en condiciones más complicadas. Y, como hemos visto, se amplían los mismos a capas sociales que antes no estaban en esa situación.